Había una vez un cuento

 Consigna: Escribir un cuento, que incluya: 1 objeto con un jeroglífico, 1 perro negro, 1 objeto filoso, 1 enano, 1 reloj antiguo, 1 espejo roto y que el Narrador o Narradora sea interno, en 1° persona.


YA ES TARDE

-No puedo, te juro que no puedo.

Esas fueron las últimas palabras que lograron escapar por entre los labios de Big John. Big, el enano, ¿curioso no? Nunca supe si era su nombre real o solo un apodo cruel, pero ya no importaba, de todas formas jamás podría preguntárselo. Hay tantas cosas que no podré preguntarle, tantas cosas que querría decirle, tantos secretos que hubiera querido compartir con él…

Pero ya es tarde. 

De todas maneras sé que es mi culpa, no tiene sentido lamentarme por algo que pude haber evitado. 

-Juro que hoy será el último día, lo juro. 

Me repito esto una y otra vez mientras libero a mi muñeca de las ataduras del tiempo, mientras dejo escapar al viejo reloj del que era esclava hacía tanto, mientras atravieso el vestíbulo, mientras mi mano acaricia las frías curvas del picaporte, mientras mis pies se deslizan por el asfalto caliente, mientras el viento revuelve mi pelo y los sonidos de la ciudad inundan mis oídos de la misma forma que las lágrimas inundan mis mejillas. 

Casi sin darme cuenta mis pies me trasladan hasta la entrada de mi casa. Abro lentamente la puerta con el pesar de quien sabe lo que le espera del otro lado. Cierro sabiendo que, aunque trate de evitarlo, él entrará conmigo. El silencio es inevitable. Ese silencio aturdidor acompañado de un mar de oscuridad. En algún lado, entre la negra niebla que me rodea sé que están sus ojos. Esos ojos saben. Saben y me juzgan. No prendo la luz, no quiero verlos, no puedo verlos. Odio como me mira pero le agradezco, le agradezco por ser negro, por ser el perro más negro que conozco, por hundirse en la oscuridad y dejarme por un día fingir que no está, fingir que tanto él como su mirada no existen. 

El reloj. Ese reloj dorado con mi nombre grabado que mi abuelo me había regalado el día que nací. Me liberé de él y de todo lo que representaba. Hice un trato justo, cambié una jaula por otra. Sé que eso es el reloj ahora, la llave de un nuevo calabozo. Solo queda esperar, esperar a que alguien encuentre la llave y me encierre. 

Mis manos aún llevan la sangre de John. Pobre John, no quería matarlo, pero no tuve alternativa, era él o yo, la gitana me lo dijo el día que me entregó la daga. Aún puedo recordar los ojos de John reflejados en el pedazo de espejo con el que le corte lentamente la garganta.

Solo queda esperar. 

Les juré que era una maldición, que todo era por culpa de la daga grabada con jeroglíficos, incluso se las mostré pero nadie me creyó. ¿Nadie nunca nos cree no? ¿para qué lo dije? El blanco es mi color favorito, tal vez fue por eso. Tal vez lo dije para cambiar las tristes paredes grises por estas acolchonadas y suaves paredes blancas. Pero ahora ya no sé que es peor, la realidad es que por lo menos cumplí mi promesa. O mejor dicho alguien me obligó a cumplirla. Pero ya no importa. Solo suaves paredes blancas me acompañan ahora, ni siquiera un espejo me permiten tener. Eso me aterra. Los caramelos de colores vuelven cada día más difusa la línea entre sueños y realidad. La única certeza que tengo es sobre mí misma, pero si nunca más logro ver mi reflejo ¿Cuánto tardaré en olvidar quién soy?

Tal vez es algo bueno, tal vez no quiera recordarlo. 



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