Crónica final: Walker

 WALKER

Camino por entre la gente con esa sensación de soledad que solo te dan las multitudes. Las personas de las grandes ciudades deben ser las que más solas se sienten, me digo. Bajo los escalones del tren y camino, solo camino. Paso por el costado de FADU y mi mente se llena de recuerdos, recuerdos tan lejanos, casi de otra vida, otra vida en la que aún las facultades estaban abiertas y rebosantes de estudiantes, otra vida en la que el solo hecho de cerrarlas parecía imposible. No entro pero mi mente sí lo hace, recorre las aulas, sube y baja las escaleras, toma el ascensor, se pierde en los entrepisos, se pierde entre los recuerdos.

Casi sin notarlo me encuentro parada frente al parque. Me detengo y respiro, solo respiro, el fresco aire proveniente del rio inunda mis pulmones al tiempo que acaricia mis mejillas y juega con mi cabello. Mis pies tocan el pasto, el mismo pasto que pisaron miles, millones de personas antes que yo. Tal vez no importa cuántas pudieron haber pisado ese pedazo de tierra antes sino quienes ya no pueden hacerlo, a quienes el derecho de sentir el pasto les fue arrebatado.

Camino, camino sin rumbo, solo observando.

Una pared, algunas flores tiñen de colores el gris del cemento. Una pared y muchos nombres, demasiados, incluso si fuera uno solo ya sería devastador. No debería haber ninguno, ningún nombre para construir esta pared, no debería haber sucedido pero sucedió. No solo hay nombres, de las 30.000 placas alrededor de 20.000 están vacías, esperando pacientes que algún día podamos rellenarlas, que algún día conozcamos a ciencia cierta uno y cada uno de los nombres de las personas que la dictadura nos robó.

Continúo caminando, mi mano toca el relieve de las letras talladas en el muro a medida que avanzo. La pared me guía hacia otra y ésta hacia otra, casi como si se tratara de un laberinto.

A lo lejos logro reconocer un arma, un arma medieval irguiéndose por sobre el pasto. No me acerco, no estoy lista, es demasiado fuerte, el solo hecho de pensar en las múltiples torturas a las que fueron sometidas miles de personas durante la dictadura me parte el corazón.

Mis pies saben a dónde ir, yo solo me dejo llevar, me limito a seguirlos, a seguir el camino que los muros prepararon para mí. Atravieso el pavimento hasta que me encuentro de cara con el rio. Frente a mi veo a los patos mecerse con el vaivén de las olas. A lo lejos una figura, una figura inmóvil que parece caminar por entre la marea. Una sensación fría recorre mi cuerpo, ¿cómo no sentirla si me encuentro frente a un cementerio, un cementerio sin lápidas, un cementerio sin nombres?. Tenía siete años cuando me lo contaron, cuando me enteré. En ese momento comencé a tener pesadillas y hasta el día de hoy no logro evitar estremecerme al pensar en ello. “Los vuelos de la muerte”, así les decían. Entre 1976 y 1977 cada semana un grupo de entre 25 y 30 personas eran drogadas, cargadas en aviones y en pleno vuelo eran arrojadas al Río de la Plata. Allí morían, morían de una de las peores formas, ahogadas, sin tener ni siquiera las facultades necesarias para luchar por sus propias vidas. Veo a la figura inmóvil en el medio de las olas y pienso en esto, en el sufrimiento de estas personas, en el sufrimiento de sus familias, en el sufrimiento de toda una sociedad.

Continúo mi paseo y observo a la gente. Pelotas de futbol, algunos patines y barriletes inundan el ambiente. ¿Cómo es posible?, me digo, ¿cómo un mismo lugar puede albergar tanto sufrimiento y alegría al mismo tiempo?

Mi mente regresa a la pared, a los nombres, a la FADU, ¿Cuántos de ellos habrán sido estudiantes? ¿Cuánto de ellos habrán pasado de decorar las paredes de la FADU con sus proyectos a ser parte de una a solo unos metros de allí?

Me alejo de los sonidos del agua que corre libre hasta llegar a otro tipo de rio, un rio artificial, una especie de fuente. Piedras blancas angulares rodean una gran plataforma. Diversas alturas y figuras geométricas blancas, negras y marrones conforman la escultura. Me acerco al agua estancada, agua presa a solo unos metros de la libertad. Pienso en las personas atrapadas en los más de 800 centros clandestinos de detención que funcionaron en nuestro país. Veo a una mujer, camina de la mano con un niño, su hijo supongo. Pienso en todas esas madres, esas madres que perdieron a sus hijos, a quienes incluso les arrebataron el derecho de decirles adiós.

Atravieso el parque hasta encontrarme del otro lado. Continúo caminando pero esta vez guiada por entre las señales, señales que a lo lejos parecen ser simples carteles de tránsito, pero no lo son. Cada una se encuentra cargada de significado, “200.000 exiliados”, “iglesia cómplice”, “espacio cedido al terrorismo de estado”, “30.000 desaparecidos”, son algunos de los datos que nos ofrecen los carteles.

“Iglesia cómplice, iglesia cómplice”, no logro sacar de mi mente estas palabras, ¿cómo es posible que una institución que dice predicar valores haya sido cómplice de semejante genocidio? Pero no me sorprende, al final ¿no es la misma iglesia que apoyo la dictadura la que hoy encubre a los curas pedófilos? ¿por qué como estado seguimos subsidiando a una institución tan lamentable? ¿cómo es posible que en un país donde mas del 50% de la población es pobre todavía se destinen mas de 150 millones por año para sostener al catolicismo?

Las señales desembocan en dos grandes bloques de acero que parecen estar oxidados. Ambas piezas forman parte de algo más grande, un rectángulo representando un libro con la frase “pensar es un hecho revolucionario”. Pienso en lo difícil que es para mi y para tantos jóvenes de mi edad que nacimos en democracia concebir la idea de que hace tan solo medio siglo la gente no era dueña ni siquiera de sus propios pensamientos. Innumerables libros, películas, canciones e incluso revistas formaron parte de las “listas negras” luego de ser clasificadas como subversivas por los militares.

Los rayos atraviesan una suave capa de plástico color carmesí y de esta forma el sol se torna rojo, rojo como la sangre de los que ya no están con nosotros, rojo como los labios de las 30.000 madres que perdieron a sus hijos, rojos como los chupetines de los 500 niños que fueron arrebatados de los brazos de sus madres, rojos como las frías narices de los 12.500 jóvenes de 18 años que murieron luchando incansablemente y sin ningún tipo de preparación en la Guerra de Malvinas. El plástico rojo forma parte de una escultura, es el techo de unas figuras geométricas que representan los centros clandestinos de detención pero bien podrían representar casas, casas vacías, dadas vuelta, destruidas entre las garras de monstruos ¿Qué hogar, qué familia no quedaría partida en dos luego de la desaparición de uno de sus integrantes?

Volteo y continúo caminando, bajo la cabeza melancólica, solo miro mis pies. Mis pies y el pasto. En determinado instante el verde del piso comienza a mezclarse con gris, grandes cuadrados de cemento llaman mi atención. Levanto mi cabeza y las veo, tres personas, o mejor dicho tres contornos. Personas vacías, personas sin cuerpo pero cuya presencia es innegable. Líneas simples y figuras geométricas conforman la escultura a través de la cual podemos ver el paisaje, a través de la cual podemos, si queremos, ver la historia de nuestro país. Las tres miran hacia el río, tal vez representan las almas, las almas de las personas que hoy ya no están con nosotros, almas en pena observando, observando el lugar donde tal vez hoy se encuentra lo que les falta, su cuerpo.

Recorrer el parque me hace pensar en lo importante que es el arte en la historia de una sociedad, todos lo dicen “una imagen vale más que mil palabras” y eso precisamente logra el arte, transmitir, transmitir mucho más de lo que podemos decir. Con el arte logramos apelar a algo más profundo, logramos tocar el corazón de la gente que tiene el placer de verlo, apelar a sus sentimientos y es eso lo que más importa ¿no?, las palabras se las lleva el viento pero las sensaciones quedan para siempre. Por eso son tan importantes estos lugares para nuestra sociedad, para no olvidar, porque la única forma de que esto no vuelva a repetirse es si no lo olvidamos. 

Me siento en el pasto, apoyo la cabeza entre mis rodillas y cierro los ojos. Unos pasos acompañados de voces se acercan, no me muevo, son una madre y su hija, no necesito verlas, lo sé.

-¿Y si pasa de nuevo mami?- pregunta la niña

-No linda, te prometo que no. Nunca más









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